Hay árboles que nacen en la abundancia. Que encuentran suelo fértil, agua constante, sombra equilibrada.
Y luego está el Amate.
El Amate no nace fácil. Nace por casualidad mágica: una semilla minúscula que fue comida por un pájaro—muchos dicen que el pájaro carpintero, aunque también otros frugívoros participan—y que, tras hacer su travesía por un sistema digestivo, cae en lo imposible: una piedra. Una grieta en una roca. Un muro olvidado. Un acantilado sin tierra.
Y es ahí donde comienza el milagro.
Fuente: https://mexico.inaturalist.org/guide_taxa/250109
¿Por qué un árbol elegiría crecer en una piedra?
Porque el amate no elige comodidad, elige trascendencia.
Mientras otros árboles buscan facilidad, el amate se atreve a la dificultad.
Porque ahí, en la roca, no hay competencia. Nadie más se atreve.
Y donde nadie cree que puede nacer la vida… el amate se vuelve eterno.
Su corteza, de un tono amarillo pálido, parece guardar la luz del sol que lo vio nacer. Tiene propiedades medicinales y culturales; sus fibras han sido usadas desde épocas prehispánicas para hacer papel ritual, el papel en el que se escribió la historia antes de que la historia fuera impresa. Cada códice era un corazón abierto sobre amate. Cada símbolo, una raíz trazada en la piel de un árbol que se negó a morir.
El Ficus petiolaris, nombre científico de este árbol, es una especie de árbol del género Ficus, que mantiene varios usos entre diferentes pueblos indígenas de América. En México, Guatemala, El Salvador y Honduras se le llama amate (del náhuatl amatl), en Colombia es conocido como chibecha, en Panamá y Perú higuerón y ojé en Perú y Bolivia. En Costa Rica se le llama chilamate de río y en Nicaragua es llamado simplemente chilamate.
El Amate tiene la particularidad de crecer solo en acantilados y con raíces aéreas que, como serpientes de luz, abrazan piedras para crecer, la buscan, la estudian, la quiebran lentamente… hasta convertirla en sustento y su base.
No la invade: la transforma.
La convierte en parte de sí mismo.
Y ahí está su lección:
no se trata de evitar la dureza de la vida, sino de aprender a dialogar con ella.
El amate no le pide al mundo que sea suave. Le pide que le permita abrazarlo, aunque sea duro.
Por eso no necesita tierra. Porque lleva dentro la voluntad de convertirse en ella.
Crece lento, pero firme. Sus raíces se vuelven arte: se entrelazan, se bifurcan, se confunden con el muro que lo vio nacer. Y es así como florece un árbol único. No hay dos amates iguales, porque no hay dos rocas iguales, ni dos luchas idénticas.
Nosotros, como el amate, nacemos también en condiciones que no elegimos.
Muchos cargamos heridas de infancia, vacíos, duelos.
Hemos sido sembrados, sin saberlo, en piedras frías: pérdidas, traumas, abandono, migraciones, pobreza, invisibilidad.
Y sin embargo… aquí estamos.
Cada uno de nosotros es un amate en su propio risco.
Las emociones que duelen son nuestras raíces. Se meten en lo más profundo, allí donde casi nadie ve.
Pero gracias a ellas nos sostenemos. Gracias a ellas no nos lleva el viento.
Lo más profundo de nosotros no siempre es visible. Pero es lo que nos ha permitido crecer, resistir, amar.
El nombre del árbol ya lo dice todo: amate.
No como mandato, sino como recordatorio:
ámate cuando tus raíces duelan.
Ámate cuando no tengas suelo blando.
Ámate cuando parezca que naciste donde no se puede vivir.
Porque tú también puedes convertir piedra en tierra.
Dolor en fortaleza.
Soledad en sombra para otros.
Y si alguien te pregunta por qué sigues creciendo donde otros ya habrían caído, diles esto:
“Porque soy un amate.
Nací de un milagro improbable,
me abracé a la roca,
y aprendí que incluso lo más duro
puede volverse hogar.”
Amate.
Ámate.
Sé raíz, piedra, sombra y códice.
Porque solo quien se atreve a sentir tan profundo como una raíz…
puede florecer con la intensidad de una vida vivida con todo su corazón.
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