¿Cómo lograr que los estudiantes se suban primero al propósito superior evolutivo antes de pensar en proyectos de innovación y emprendimiento?
Esta pregunta, planteada por un profesor en clase, trasciende la mera curiosidad académica para convertirse en una urgencia civilizatoria. La respuesta no puede ser superficial porque el problema que aborda es estructural: vivimos en una época donde la técnica ha eclipsado al propósito, donde el «cómo» ha devorado al «para qué», y donde la eficiencia ha subordinado a la trascendencia.
En la era de la información y la inteligencia artificial, esta urgencia se vuelve aún más apremiante. Como profesor en el ITESO, he observado que cursar una carrera universitaria ya no garantiza el éxito profesional ni financiero como lo hacía en el pasado. Los estudiantes pagan aproximadamente $19,000 pesos mensuales—equivalente al salario de un recién egresado bien pagado—por una educación que frecuentemente los desconecta de sus propósitos más profundos.
Desde una perspectiva propositivista, la solución radica en una inversión fundamental de prioridades: anteponer el «para qué» al «cómo», y el «quiénes» al «qué». Esta no es una simple reorganización conceptual, sino una revolución epistemológica que exige repensar la educación desde sus cimientos.
El problema central es que pedimos a los estudiantes algo que nosotros, como sociedad, hemos olvidado hacer. Les exigimos propósito mientras viven inmersos en un ecosistema donde los propósitos dominantes son ajenos y alienantes. Desde trabajar para enriquecer a un jefe hasta votar por partidos que no representan sus valores más profundos, muchos jóvenes terminan subordinando sus vidas a fines que nunca eligieron conscientemente.
Aquí emerge una verdad incómoda: no se puede enseñar propósito sin encarnarlo. El ejemplo no es simplemente un método pedagógico adicional; es el método pedagógico más profundo y transformador. Un profesor que no demuestra que su propósito genuino es formar vidas—no solo impartir clases o cumplir programas académicos—carece de la autoridad moral para inspirar a sus estudiantes hacia algo superior.
Esta incongruencia se magnifica cuando las instituciones educativas pregonan propósitos elevados en sus misiones institucionales, pero en la práctica cotidiana priorizan la expedición eficiente de títulos por encima del impacto real, los titulares mediáticos por encima de los actos verdaderamente transformadores, y la sostenibilidad financiera por encima de la educación auténtica.
Cuando pregunto a mis estudiantes por qué estudian lo que estudian, la respuesta más común gravita en torno al dinero. No porque sean intrínsecamente codiciosos—esa sería una lectura simplista—sino porque han sido sistemáticamente condicionados a concebir la educación como una transacción comercial: pago hoy, aseguro mañana. Invierto en credenciales, recibo empleabilidad.
Pero este paradigma transaccional ya colapsó. En un mundo de cambio exponencial, donde las profesiones se reinventan cada década y donde la inteligencia artificial redefine el valor del trabajo humano, lo que realmente importa no son las credenciales acumuladas, sino la capacidad de conectar lo aprendido con propósitos reales, colectivos y duraderos.
El ecosistema emprendedor tampoco escapa a esta crisis de sentido. Se celebra ritualmente la estética del emprendedor—la foto en el estrado, la etiqueta de «innovador», el pitch perfecto—pero son alarmantemente pocos los que logran ejecutar sus ideas hasta la materialización. Y menos aún los que construyen equipos sostenibles, comparten genuinamente el propósito y la riqueza generada, y trabajan desde la virtuosidad colectiva.
He observado, en un solo año académico, a cinco emprendedores diferentes intentando desarrollar la misma aplicación para el sector inmobiliario. La pregunta que surge es devastadoramente simple: ¿Y si, en lugar de competir por recursos limitados, unieran sus propósitos complementarios? Eso sí constituiría una verdadera innovación. Pero colaborar, compartir y confiar resulta infinitamente más complejo que programar una aplicación. Requiere una inteligencia emocional y social que las aulas tradicionales simplemente no cultivan.
El Propósito como Proceso, No como Meta
Es crucial comprender que el propósito no es una meta final que se alcanza, sino un proceso dinámico de maduración y aprendizaje continuo. Es la capacidad de trabajar conscientemente en lo que nos compete hoy, para hacer posible un bien exponencialmente mayor mañana. Es construir mientras se camina, sembrando intencionalmente relaciones, conocimiento y sentido en cada acción cotidiana.
Esta perspectiva procesual del propósito requiere una paciencia civilizatoria que choca frontalmente con la cultura de la gratificación inmediata que domina nuestro tiempo. Exige que los educadores seamos ejemplos vivientes de esa paciencia productiva, de esa capacidad de apostar por transformaciones que trascienden los ciclos académicos convencionales. Las universidades del futuro deben funcionar como verdaderos laboratorios donde los estudiantes experimenten con diferentes propósitos hasta encontrar aquellos que genuinamente los movilicen. Esto requiere espacios de auténtica dialéctica—no el debate superficial que busca vencer al otro, sino el diálogo profundo que busca la verdad compartida.
La teleología, el estudio filosófico de los fines y propósitos, debe convertirse en una disciplina central, no periférica. Los estudiantes necesitan herramientas conceptuales rigurosas para distinguir entre propósitos auténticos y propósitos impuestos, entre metas que realmente los trascienden y objetivos que simplemente reflejan condicionamientos sociales. En este contexto, la función del educador se transforma radicalmente: de transmisor de información a facilitador de descubrimiento, de evaluador de conocimientos a acompañante de procesos, de autoridad académica a co-investigador de sentido.
Sueño—y trabajo por materializar—universidades que sean auténticos volcanes de propósito, pero también algo más: grandes menús de propósitos donde los estudiantes pueden probar, entender y definir aquellos que resuenen con su ser más profundo. Estas instituciones funcionarían como espacios de auténtica dialéctica, donde el diálogo socrático y la teleología—el estudio de los fines y propósitos—se convierten en las disciplinas centrales del currículo.
En este modelo transformado, ocurre una inversión radical en los sistemas de evaluación. Los profesores son calificados—no los estudiantes. Los educadores son evaluados por su capacidad demostrada de catalizar avances reales hacia el propósito en sus estudiantes, por su habilidad para desarrollar pensamiento crítico genuino, por su destreza en facilitar innovación auténtica orientada al propósito, por su maestría en formar equipos cohesivos, y por su capacidad de generar conocimiento que realmente complemente y fortalezca las organizaciones y proyectos donde sus estudiantes participan.
Los estudiantes, por su parte, no son calificados en el sentido tradicional. Son acompañados en su proceso de descubrimiento y materialización del propósito. Se evalúa su crecimiento, no su conformidad. Se celebra su capacidad de hacer preguntas disruptivas, no su habilidad para reproducir respuestas preestablecidas.
En esta visión, las universidades trascienden su función tradicional de expedidoras de títulos para convertirse en aceleradoras que lanzan a los estudiantes hacia propósitos compartidos. El objetivo final no es preparar individuos para que sean empleados en empresas existentes, sino facilitar que los estudiantes se unan a proyectos colectivos mayores, que construyan junto con otros las soluciones que el mundo necesita.
Propongo un modelo universitario transformador donde la educación se centra en propósitos claros, vinculados orgánicamente a organizaciones y empresas que encarnan esos objetivos. Imaginemos, por ejemplo, una empresa como Tantuyo que forme parte integral de esta universidad del futuro, compartiendo el propósito de digitalizar México y preparando a los estudiantes en función de ese objetivo trascendente.
En este modelo revolucionario, los estudiantes combinan teoría y práctica desde el primer día. La mitad del tiempo lo dedican a la reflexión y conceptualización en las aulas, mientras la otra mitad colaboran en proyectos reales de la organización anfitriona. Desde el inicio, participan en proyectos de aplicación profesional genuina, y conforme avanzan en su formación, pueden convertirse en becarios—no por necesidad económica, sino por mérito demostrado a través de evaluaciones rigurosas realizadas por compañeros, directores de proyectos y líderes organizacionales.
Este enfoque garantiza una educación más práctica y relevante, pero además ofrece a los estudiantes la oportunidad de convertirse en accionistas de la empresa, recibir becas basadas en su desempeño real, y eventualmente, asegurar no solo un puesto de trabajo, sino una participación genuina en la construcción del futuro organizacional.
Existen ejemplos inspiradores que validan esta visión. Singularity University, aunque no sigue exactamente este modelo, demuestra cómo una educación orientada a proyectos y problemas reales puede generar empresarios e innovadores que transforman el mundo. La Universidad de Mondragón en España integra a los estudiantes en cooperativas desde el principio, fomentando una educación basada en la práctica y la colaboración auténtica. El modelo de aprendizaje dual alemán, que combina formación en aula con experiencia práctica en empresas, ha mostrado resultados extraordinarios en la preparación de estudiantes para mercados laborales dinámicos.
Este modelo puede extenderse transformadoramente a la administración pública. Los estudiantes que demuestren méritos suficientes podrían participar en roles de servicio público genuino, contribuyendo a una administración más eficiente y éticamente robusta. Los servidores públicos serían seleccionados y evaluados exclusivamente en base a resultados objetivos y la evaluación de sus colaboradores y la comunidad, promoviendo un sistema de transparencia radical y eficiencia demostrable.
Esto significa que el egresado no sale al mundo únicamente con un título bajo el brazo—ese pedazo de papel que certifica el cumplimiento de requisitos—sino con un equipo cohesionado, una solución viable para problemas reales, una red de colaboradores comprometidos con propósitos afines, experiencia práctica verificable, participación accionaria en proyectos de impacto, y una inspiración que arde con mayor intensidad que nunca.
Es crucial reconocer los desafíos inherentes a este modelo revolucionario. Puede existir resistencia al cambio tanto dentro de las universidades tradicionales como en las empresas habituadas a modelos extractivos de talento. Es esencial asegurar que las evaluaciones sean genuinamente justas y que los estudiantes reciban apoyo integral para equilibrar la carga de trabajo académico y práctico. Además, debe evitarse que la presión por resultados inmediatos desvíe el enfoque del aprendizaje profundo y significativo hacia la productividad meramente cuantitativa.
Sin embargo, estos desafíos no invalidan la propuesta; la fortalecen al obligarnos a diseñar sistemas más robustos y humanamente sostenibles.
La transformación educativa que necesitamos no llegará por decreto institucional ni por la implementación de nuevas metodologías pedagógicas, por valiosas que estas sean. Llegará cuando quienes formamos a las nuevas generaciones tengamos la valentía de vivir coherentemente los propósitos que predicamos, cuando nuestras instituciones alineen sus prácticas cotidianas con sus declaraciones de misión, y cuando entendamos que educar en propósito es, ante todo, un acto de ejemplo sostenido en el tiempo.
La clave para materializar esta visión radica en fomentar un pensamiento positivo y propositivo. Debemos creer genuinamente en la posibilidad de crear sistemas diferentes y superiores, alineados con propósitos y valores compartidos. Solo así podremos transformar la educación y preparar a las futuras generaciones para enfrentar—y resolver—los desafíos del mañana.
La pregunta original del profesor encuentra así su respuesta integral: los estudiantes se subirán al propósito superior cuando vean que nosotros ya estamos ahí, trabajando desde él, construyendo desde él, viviendo desde él. Cuando las universidades se conviertan en espacios donde el propósito no se enseña, sino que se vive, se experimenta y se construye colectivamente.
Este es el primer paso para hacer realidad este modelo universitario del futuro: creer que es posible y trabajar juntos para construirlo. La educación con propósito y acción es el camino hacia un mañana mejor y más profundamente conectado.
La educación transformadora no es un destino al que se llega, sino una manera coherente de caminar.
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