Las guerras ganadas no se celebran, los propósitos alcanzados sí

La historia de la humanidad suele narrarse como una secuencia de guerras. Fechas, batallas, victorias y derrotas. Monumentos erigidos a generales, desfiles militares y aniversarios que conmemoran conquistas. Como si la gloria estuviera en la pólvora, en la sangre derramada o en los muros derribados.

Pero cada guerra, aun la «ganada», es una derrota para la humanidad entera. La victoria es apenas una ilusión, porque detrás de cada bandera ondeando hay huérfanos, ciudades destruidas y generaciones enteras marcadas por la violencia. Festejar una guerra es, en el fondo, festejar la destrucción.

Esto no significa ignorar que, históricamente, algunas guerras fueron respuestas necesarias ante tiranías extremas o genocidios. El problema no es reconocer estas realidades dolorosas, sino convertir el conflicto en nuestro único modelo de grandeza y progreso.

Lo que en realidad vale la pena celebrar no son las guerras, sino los propósitos alcanzados. Aquellos logros que suman, que no requieren enemigos, que nacen de la colaboración y la empatía.

Un propósito cumplido es construir una escuela, es garantizar agua limpia, es erradicar la pobreza, es ampliar los horizontes de la ciencia, es crear cultura, es tender puentes donde antes había muros. Son triunfos que no dejan cicatrices, sino semillas de futuro.

Y estos triunfos ya existen, aunque rara vez ocupen los titulares: la erradicación global de la viruela salvó millones de vidas; países como Ruanda transformaron su reforestación y hoy son modelo de sostenibilidad; naciones enteras han logrado la alfabetización universal; la cooperación internacional ha reducido la pobreza extrema a niveles históricos mínimos.

La humanidad debería dejar de contabilizarse en guerras ganadas y empezar a narrarse en propósitos alcanzados.

Imaginemos un calendario distinto:

  • No el 5 de mayo como batalla, sino como el día en que un país logró alfabetizar a todos sus niños.
  • No el aniversario de una independencia sangrienta, sino el de la independencia de la injusticia o del hambre.
  • No la victoria sobre un ejército extranjero, sino la victoria sobre el cambio climático.
  • No la conquista de territorios, sino la conquista de la sostenibilidad energética.

El verdadero poder de una sociedad se mide en la calidad de sus propósitos, no en la magnitud de sus cañones.

La guerra pertenece a una humanidad que aún no ha madurado completamente. El propósito pertenece a una humanidad que se reconoce interconectada y consciente.

Quizá el reto más grande de nuestro tiempo no es solo evitar guerras —aunque siempre será urgente—, sino aprender a organizarnos en torno a propósitos colectivos que transformen la vida: la transición energética, la justicia alimentaria, la democratización del conocimiento, la preservación de la biodiversidad.

En ese sentido, la verdadera victoria no es la que aplasta, sino la que eleva. No la que se impone, sino la que inspira. No la que divide, sino la que une.

Las guerras ganadas no se celebran, porque toda guerra es una herida abierta. Los propósitos alcanzados sí, porque cada propósito cumplido es un faro que ilumina el camino de lo que podemos llegar a ser.

La pregunta que queda es: ¿Qué propósitos colectivos crees que deberíamos estar celebrando hoy? ¿Y cuáles deberíamos estar construyendo para las generaciones que vienen?

Porque al final, la historia que vale la pena contar no es la de quién venció a quién, sino la de cómo, juntos, vencimos a la ignorancia, al hambre, a la injusticia y al miedo.

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