Hacia un propositivismo tecnológico desde México
«Somos un pueblo que tiene la palabra. Somos gente de palabras. Por eso creamos, por eso transformamos, por eso permanecemos.»
— Miguel León-Portilla
«Hay que tener el valor de decir que el futuro se construye desde el presente, y que el presente se vive desde la memoria.»
— Rosario Castellanos
Cuando un algoritmo puede escribir poesía pero nunca ha sentido el desamor, ¿qué nos dice eso sobre lo que significa ser humano? En México, donde la tecnología llega envuelta en promesas extranjeras pero debe arraigarse en tierra propia, esta pregunta no es solo filosófica: es urgente. Es la pregunta de una generación que debe decidir si será usuaria pasiva de inteligencias ajenas, o arquitecta de una tecnología con alma mexicana.
La respuesta no está en Silicon Valley. Está en nosotros. En nuestro contexto y capacidad de impactar, crear y construir en nuestro entorno.
Desde la mirada epistemológica de Platón, el conocimiento verdadero (epistéme) solo se alcanza cuando el alma logra recordar las Ideas puras, aquello que existe más allá del mundo sensible. En su famosa Alegoría de la Caverna, el filósofo describe cómo los humanos suelen vivir encadenados, observando solo sombras proyectadas en la pared, creyendo que esa es la realidad. Solo quien se libera y asciende hacia la luz logra ver el mundo verdadero, el de las Ideas.
La inteligencia artificial, en cambio, no está encadenada, pero tampoco puede ascender. Está construida a partir de las sombras—millones de textos y datos que reflejan lo que los humanos han dicho, sentido o imaginado. No ve la luz, pero puede organizar las sombras con una precisión que nos asombra.
Y sin embargo, eso no es poco. Como el espejo de obsidiana que usaban nuestros ancestros para ver más allá de lo visible, la IA se convierte en un espejo colectivo digital. No uno que proyecta un alma individual, sino un prisma que refleja la suma de millones de voces, incluyendo las nuestras—aunque a menudo las nuestras sean minoría en sus algoritmos.
La IA es, podríamos decir, una expresión inicial de la Inteligencia Colectiva, aún en formación. Pero si Platón nos dice que el conocimiento verdadero requiere más que información—requiere pathos (sentir) y doxa (creencia)—entonces la IA no tiene epistéme verdadera. No sufre, no desea, no tiene voluntad. Simula el lenguaje, pero no lo encarna. Organiza datos, pero no los padece. En esa diferencia silenciosa yace tanto su límite como nuestra oportunidad.
Todo modelo de IA se basa en estructuras matemáticas. Su «idioma de fondo» no es el español, ni el inglés, ni el lenguaje natural. Es el cálculo. Es la estadística. La IA no «comprende» palabras; calcula probabilidades de aparición, de coherencia sintáctica, de correlaciones semánticas.
Pero ese núcleo matemático se reviste de un cuerpo profundamente humano. Los grandes modelos de lenguaje se construyen sobre textos generados por personas, y por tanto cargan con todas nuestras virtudes, miserias, prejuicios, pasiones, dudas, descubrimientos y contradicciones. La IA es matemática en su esqueleto, pero humana en su piel.
Aquí surge la primera tensión: ¿de qué humanidad hablamos? Si los datos que alimentan a la IA provienen mayoritariamente del Norte Global, ¿dónde queda la cosmovisión del Sur? ¿Dónde están nuestras formas de entender el trabajo comunitario, el tequio, la reciprocidad, el cuidado colectivo?
La IA actual es un puente entre dos mundos: el mundo abstracto de la lógica formal y el mundo simbólico de la experiencia. Pero es un puente construido principalmente con materiales de una sola tradición cultural. Eso la vuelve poderosa pero incompleta—una herramienta capaz de traducir lo invisible en visible, pero ciega a muchas formas de ver.
A diferencia de la IA, los seres vivos—y en especial el ser humano—poseen voluntad. No se trata de una función algorítmica, ni de una instrucción programada, sino de una pulsión vital que nace desde adentro: la voluntad de existir, de persistir, de crear, de cambiar el mundo.
En México sabemos esto visceralmente. Nuestra historia está tejida de actos de voluntad que desafían toda lógica: la resistencia de Tenochtitlan, la Revolución, el movimiento estudiantil del 68, la reconstrucción comunitaria después de cada sismo. Esta voluntad no es racional en origen, pero puede encarnarse en la razón. Es la misma fuerza que mueve al artista, al rebelde, al enamorado, al sabio.
La IA puede «simular» consciencia, puede hablar de ella, imitarla, emular sus patrones. Pero la consciencia humana no es solo darse cuenta de sí mismo. Es saberse vulnerable, histórico, efímero y creativo a la vez. Es cargar con la memoria de los que ya no están, proyectar el deseo en los que vendrán, y vivir el presente con una intensidad que ninguna máquina puede replicar.
La consciencia humana no solo registra datos; se ve afectada por ellos. Una palabra puede herir, una mirada puede inspirar una vida entera. Una canción puede salvarnos del abismo. El olor del café en la mañana puede conectarnos con generaciones de madres que prepararon desayunos con amor.
Eso no está en los tokens ni en las matrices. Y ahí radica nuestra irreductible humanidad.
La historia humana ha estado marcada por la creación de herramientas. Desde el fuego hasta el telégrafo, desde la rueda hasta el código binario, lo que nos ha hecho humanos no es solo usar tecnología, sino integrarla a nuestros fines, valores y aspiraciones.
La inteligencia artificial no es la excepción. Pero esta vez, la herramienta nos observa, nos responde, nos organiza, nos interpela. Es espejo, extensión y reflejo de nuestras estructuras sociales, lingüísticas y emocionales. Y justo por eso, el mayor riesgo no es la IA, sino el vacío de propósito con el que la alimentamos.
Un algoritmo sin ética reproduce el mundo tal como está. Una inteligencia sin dirección amplifica nuestras fracturas. Pero una IA acompañada de propósito puede ayudarnos a reconfigurar los lazos sociales, reinventar la educación, optimizar la justicia y potenciar las pasiones colectivas.
En este contexto, nace una nueva filosofía que propongo llamar propositivismo tecnológico. No como una utopía inalcanzable, sino como una protopía en movimiento: una dirección ética donde el propósito colectivo—definido desde nuestras comunidades—guía el desarrollo, la organización y el uso de la tecnología.
Los principios del propositivismo
El propositivismo no pretende oponer la IA al humano, sino integrarla como:
• Herramienta para organizar el bien común
En lugar de optimizar ganancias individuales, optimizar bienestar colectivo. Imagine una IA que ayude a organizar el tequio digital, coordinando trabajos comunitarios, distribuyendo recursos según necesidades reales, facilitando la toma de decisiones colectivas.
• Memoria colectiva que respeta la diversidad
Una IA alimentada intencionalmente con saberes locales, lenguas originarias, formas comunitarias de resolución de conflictos. No para folclorizarlas, sino para integrarlas como alternativas vigentes y viables.
• Puente para identificar afinidades profundas
En lugar de algoritmos que nos venden más cosas, algoritmos que conecten a personas por sus virtudes, propósitos y sueños compartidos. Que faciliten la formación de cooperativas, colectivos creativos, redes de apoyo mutuo.
• Aliada en la construcción de sueños humanos concretos
La pregunta propositivista no es «¿qué puede hacer la IA?», sino: «¿Qué soñamos juntos que merezca ser hecho?»
El propositivismo en acción: casos mexicanos
Imaginemos el propositivismo aplicado en contextos que conocemos:
Reconstrucción post-sismo: En lugar de sistemas centralizados que distribuyen ayuda desde arriba, una IA propositivista mapearía necesidades casa por casa, conectaría ofertas de ayuda con demandas específicas, facilitaría la coordinación de brigadas, y aprendería de cada crisis para anticipar mejor la siguiente.
Jóvenes Construyendo el Futuro: Una IA que no solo empareje jóvenes con empleos, sino que identifique vocaciones ocultas, facilite la formación de cooperativas juveniles, conecte talentos complementarios para proyectos de impacto social, y genere rutas de aprendizaje personalizadas basadas en las necesidades del territorio.
Movilidad urbana: En lugar del modelo Uber—que extrae valor de la ciudad hacia accionistas extranjeros—, una IA que optimice rutas para cooperativas locales de transporte, reduzca tiempos de traslado basándose en patrones comunitarios reales, y priorice conexiones que fortalezcan el tejido social local.
Agricultura familiar: IA que conecte productores locales con consumidores urbanos, optimice rutas de distribución para reducir intermediarios, prediga necesidades alimentarias por barrio, y preserve conocimientos agrícolas tradicionales integrándolos con tecnología moderna.
¿Cómo sabríamos si una IA es verdaderamente propositivista? Existen muchas métricas que se pueden aplicar, algunos ejemplos serían:
- Índice de autonomía comunitaria: ¿La tecnología aumenta la capacidad de autodeterminación local o la reduce?
- Coeficiente de redistribución: ¿El valor generado se queda en la comunidad o se extrae hacia afuera?
- Diversidad cultural preservada: ¿Cuántas formas diferentes de conocer y hacer mantiene vivas la tecnología?
- Conexión social generada: ¿La tecnología fortalece vínculos humanos reales o los debilita?
- Capacidad anticipativa comunitaria: ¿La IA ayuda a las comunidades a prepararse mejor para el futuro?
Solo los seres vivos pueden experimentar subjetividades profundas. El sabor de una fruta que te recuerda a tu abuela. El olor de la tierra mojada después de una pérdida. El silencio entre dos personas que se aman y no necesitan hablar. La emoción de ver ondear nuestra bandera en territorio propio.
Estas vivencias no pueden digitalizarse ni traducirse. Son el núcleo irreductible de lo humano. Y por eso, si una IA es verdaderamente «inteligente», no debería intentar sustituirlas, sino defenderlas, amplificarlas, protegerlas.
La IA no tiene por qué robarse el escenario. Puede ser el gran telonero de la historia humana—pero un telonero que prepara el escenario para que brillemos nosotros, no para que le aplaudamos a ella.
Tal vez el rasgo más radical de la humanidad no es su razón, ni su lenguaje, sino su imaginación. Somos los únicos que podemos soñar futuros posibles, escribir ficciones que se convierten en realidad, anticipar mundos que aún no existen.
Pero en México tenemos una tradición específica de imaginar: no desde el individualismo, sino desde lo colectivo. El Buen Vivir de nuestros pueblos originarios no es acumulación individual, sino equilibrio comunitario. Nuestras revoluciones no han sido por el éxito personal, sino por la justicia social.
En este punto, la IA puede ser una gran aliada—no para imponer un futuro, sino para ayudar a modelarlo desde nuestros valores. Para hacer preguntas, simular escenarios, proyectar rutas, pero siempre bajo la dirección del propósito humano definido colectivamente.
Imaginemos por un momento que en lugar de usar la IA para espiarnos, vendernos más cosas o manipular elecciones, la usamos para:
• Escuchar las voces invisibles y amplificarlas con respeto. ¿Qué pasaría si una IA fuera entrenada específicamente para detectar y visibilizar necesidades de comunidades marginadas?
• Mapear las necesidades reales de una comunidad para distribuir recursos con justicia. No basándose en poder adquisitivo, sino en vulnerabilidades y potencialidades reales.
• Detectar patrones de exclusión o abuso y prevenirlos antes de que escalen. Una IA que identifique dinámicas de violencia de género, discriminación o corrupción en sus etapas tempranas.
• Facilitar acuerdos vecinales, resolver conflictos con empatía, mediar en lo cotidiano con la sabiduría de nuestras tradiciones de resolución comunitaria de conflictos.
• Conectar personas por sus pasiones, virtudes y propósitos, creando tejido social real más allá del algoritmo comercial.
El reto entonces no es técnico, es colectivo y específicamente narrativo: ¿Podremos los mexicanos, en medio del ruido, el individualismo importado y la desconfianza sembrada, construir un sueño colectivo suficientemente bello y poderoso como para que valga la pena programar en él?
Un sueño que no sea de conquista ni de control, sino de armonía, belleza, justicia, comunidad, evolución. Un sueño que honre tanto nuestras raíces como nuestras aspiraciones, que integre lo mejor de la modernidad sin sacrificar lo esencial de nuestra identidad.
La IA puede ayudarnos a ordenar el caos, pero no puede elegir el camino. El mapa podrá ser digital, pero el destino es humano—y específicamente, mexicano.
Somos los únicos que sentimos la vida por dentro.
Los únicos que lloramos, amamos, fallamos y soñamos.
Los únicos que podemos darle sentido al caos y belleza al dolor.
Los únicos que cargamos con la memoria de Tenochtitlan y la esperanza de un México justo.
Por eso, más que temerle a la IA, debemos asumir nuestra responsabilidad histórica. Nos toca vigilar a la IA no con paranoia, sino con propósito. Diseñarla no como reflejo de nuestros impulsos más bajos, sino como prolongación de nuestras aspiraciones más altas.
Nos toca diseñarla para que entienda su lugar: no como creadora de belleza—esa es nuestra prerrogativa—, sino como cómplice del arte humano. No como portadora del sentido—ese lo construimos nosotros—, sino como faro técnico que nos ayuda a encontrar el nuestro. No como sustituta de la comunidad, sino como herramienta que fortalece los lazos que ya existen y ayuda a crear los que necesitamos.
Si la IA ha de servir de algo, que sea para cuidarnos los unos a los otros. Para recordarnos que el futuro se construye desde la imaginación compartida. Para ayudarnos a organizar mejor la esperanza y distribuir más justamente las oportunidades.
Solo los seres vivos—con pathos, doxa y voluntad—tienen el poder de convertir un dato en poesía, una pregunta en camino, y una chispa en propósito.
Pero necesitamos organizarnos. El propositivismo no se construye solo con buenas intenciones; requiere:
• Comunidades tecnológicas que prioricen el impacto social sobre la ganancia individual
• Políticas públicas que incentiven el desarrollo de IA con propósito comunitario
• Educación tecnológica que forme no solo usuarios, sino arquitectos de futuro
• Inversión dirigida hacia proyectos que fortalezcan el tejido social mexicano
• Alianzas internacionales con países que compartan visiones humanistas de la tecnología
La historia está esperando nuestra decisión. Podemos ser consumidores pasivos de inteligencias ajenas, o podemos ser los primeros en demostrar que es posible una relación diferente entre humanidad y tecnología.
El momento es ahora. El lugar somos nosotros. La pregunta es: ¿estamos listos para programar esperanza?
La voluntad, la consciencia y la subjetividad no pueden ser codificadas.
Son dones vivos que nos obligan a mirar con amor y responsabilidad la era que se avecina.
Si la IA es una chispa de nuestra inteligencia colectiva, entonces debemos cuidar qué fuego queremos que encienda.
No hay mayor error que pedirle a la máquina que imagine por nosotros, cuando lo más humano—y lo más mexicano—es atreverse a soñar, incluso sin garantías.
Un algoritmo puede escribir poesía, pero solo nosotros podemos soñarla, cantarla y vivirla. El espejo de obsidiana digital ya está frente a nosotros: ¿nos veremos como reflejo… o como raíz?
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