Entre la crítica y el propósito

Aspiro, algún día, a que la crítica no me moleste, sino que me alimente. Que no solo la acepte, sino que aprenda a discernir entre aquella que revela lo que soy y aquella que revela lo que aún no había notado. Quiero aprender a ver ambas como un camino hacia mí mismo.

La crítica puede ser un regalo, pero no todos están dispuestos a desatar el lazo. Escucharla , de verdad, requiere más coraje que talento. Es un arte tan fino como el de vivir con propósito. A veces, la crítica desordena, incomoda, raspa el ego… pero también aclara, perfila, afina el alma.

Ayer recibí un elogio que me descolocó. Alguien cuya opinión valoro profundamente habló bien de lo que estamos construyendo: del modelo, de su sentido, de su audacia. Fue un reconocimiento honesto, merecido. Y, sin embargo, no supe habitarlo. Quizá porque el elogio detiene la búsqueda, mientras que la crítica la empuja. Quizá porque el elogio puede sentirse ajeno cuando aún ves todos los detalles que faltan por corregir. O porque el elogio tiene un peso que incomoda: te exige hacerle justicia.

Y eso me hizo preguntarme: ¿Será que lo que más anhelo ya no es la aprobación, sino la transformación? ¿Será que uno puede volverse adicto a la crítica cuando tiene un propósito que lo trasciende?

Y tal vez sí. Cuando se enciende un fuego interior, uno ya no quiere aplausos por el fuego: quiere que le digan si está prendiendo lo correcto. Pero también, y esto es igual de importante, debo aprender a reconocer cuando alguien se acerca, extiende las manos, y encuentra calor genuino.

Porque si uno solo valora lo que duele, puede dejar de valorar lo que funciona, lo que ya floreció, lo que ya inspiró. Y eso, en el fondo, también traiciona al propósito.

El propósito necesita tanto de la crítica como del reconocimiento consciente. Uno le da dirección, el otro le da combustible. Uno pule la obra, el otro la sostiene.

Y entonces entendí algo que quiero dejar escrito: estoy desarrollando una vocación crítica de mí mismo. Como si cada proyecto fuera una obra viva, y yo fuera su primer auditor, su primer cuestionador, su primer guardián. Eso no es masoquismo intelectual: es un acto de amor hacia la obra. Un amor que no se conforma con lo que ya es, porque vislumbra lo que aún puede llegar a ser.

Pero también es un amor que debe aprender a detenerse un momento, contemplar lo que ha brotado, y decir: esto ya está tocando vidas… y también merece ser honrado.

No quiero endiosarme ni dormirme entre aplausos. Pero tampoco quiero ser injusto con mi presente solo porque mi mirada apunta siempre hacia el horizonte.

Quizá la madurez está justo ahí: en entender que el elogio y la crítica no son fuerzas opuestas, sino complementarias. Que la una no cancela a la otra. Que ambas pueden coexistir como dos manos que moldean el barro del propósito.

Y entonces, solo entonces, uno puede seguir caminando sin necesidad de huir del reconocimiento ni de perseguir la validación. Caminando con humildad, con fuego ardiente… y con el coraje de escuchar tanto lo que duele como lo que sana.

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