El abono que no deja crecer

La marihuana me parece profundamente metafórica. No por lo que provoca, sino por lo que revela de nuestra relación con el orden, el cambio y el tiempo.

Cuando pienso en cómo actúa el THC, lo imagino como un disolvente de los frenos internos. Como si aflojara esos switches invisibles que normalmente mantienen a la mente en carriles conocidos. De pronto, el pensamiento se vuelve poroso, menos lineal. Aparece el ruido. Y en ese ruido hay diversidad: asociaciones nuevas, intuiciones inesperadas, una sensación de expansión que muchos confunden con profundidad.

No voy a negarlo: hay algo fértil en eso. Algo necesario, incluso.

Porque el cerebro también se fosiliza. Las mismas rutas neuronales, los mismos pensamientos, las mismas certezas que se vuelven cárceles. Y las sustancias —como la música, como ciertos libros, como las crisis— son golpeteos que agitan el sedimento mental. Perturban. Obligan a reconfigurar. Destruyen edificios viejos para que algo nuevo pueda emerger.

El problema no es la perturbación. El problema es la perturbación permanente.


Déjame usar una imagen: la lava volcánica.

La lava es transformación pura. Destruye todo a su paso, pero al enfriarse se convierte en la tierra más fértil del planeta. Las islas volcánicas sostienen vida exuberante precisamente porque el magma trae nutrientes desde el fondo de la tierra. Pero hay un requisito inquebrantable: la lava solo es fértil cuando se detiene. Cuando se enfría. Cuando acepta dejar de ser fuego y convertirse en suelo.

Las sustancias —y aquí incluyo no solo la marihuana sino también el scroll infinito, TikTok, la dopamina algorítmica— funcionan como lava permanente. Todo es flujo, todo es calor, todo es transformación constante. Pero nada se solidifica en tierra donde algo pueda echar raíces.

No porque el fuego sea malo. Sino porque el fuego perpetuo no deja que nada crezca.


El THC expande el espacio de asociaciones posibles. Eso es real. Pero también deteriora, transitoriamente, los procesos que consolidan lo que acabas de pensar. Es como tener ideas brillantes escritas en arena mojada: aparecen nítidas por un instante, y luego la ola las borra antes de que puedas fijarlas.

Y ahí está el nudo: una vida en alta entropía cognitiva constante es una vida rica en semillas pero pobre en cosechas.

Yo creo profundamente en los andamiajes del intelecto. En los hábitos que no se ven pero sostienen todo: la disciplina, la sobriedad, el orden, la repetición silenciosa. El hábito de leer cuando nadie mira, de pensar cuando no hay estímulos. Esos andamios invisibles son los que permiten que un sueño no sea solo una visión bonita, sino un edificio que otros puedan habitar.

El ruido puede ser creativo, sí. Pero no puede ser permanente. Porque el ruido constante ya no es creatividad: es desorganización sostenida. Y una mente que vive ahí se vuelve buena para imaginar, pero pobre para concretar.


Desde el propositivismo, yo no veo a las sustancias como «buenas» o «malas» en sentido moral. Las veo como vectores. Todo vector tiene dirección e intensidad. El problema no es la existencia del vector, sino quién lo gobierna.

Y a veces siento que muchas personas no consumen la sustancia: la sustancia las está consumiendo a ellas en forma de hábito, de refugio, de evasión sostenida del vacío.

Pero aquí viene algo más inquietante: la marihuana no es la única sustancia que adormece. También adormece la pantalla. También adormece el algoritmo. También adormece la dopamina fácil del contenido infinito. Y quizá estas últimas adormezcan más, porque entran sin olor, sin humo, sin ritual. Entran limpias, aceptadas, normalizadas. Y nos roban algo todavía más sutil: la capacidad de sostener la atención en el silencio.

A veces me pregunto qué será más peligroso a largo plazo: una planta o un algoritmo. Una dosis ocasional de ruido químico, o un ruido digital 24/7 sin tregua.

Y me asusta pensar que en un futuro cercano, cuando la inteligencia artificial nos entregue películas hechas a la medida de cada deseo, cuando ya no haya que leer porque todo se verá, quizá extrañemos este tiempo en que la IA todavía nos obligaba a leer. A detenernos. A completar con nuestra mente lo que aún no estaba dado en forma de imagen.

Porque leer también es un andamio. Pensar sin estímulos constantes también lo es.


Yo no escribo esto para decir «no consumas». Lo escribo para decir algo más difícil: consúmete menos a ti mismo en el proceso.

Cuida tu homeostasis. Cuida ese centro interno desde donde decides cuándo necesitas el fuego que destruye lo viejo, y cuándo necesitas el silencio que permite que lo nuevo se asiente.

Una cosa es permitir que la lava llegue de vez en cuando y fertilice el suelo. Otra cosa es vivir en erupción permanente esperando que algo crezca entre las llamas.

Yo quiero construir alto. Y para construir alto necesito fuego ocasional, no un incendio como modo de vida. Necesito expansión, sí. Pero también necesito ese orden invisible que no luce, que no se presume, pero que sostiene.

Las ideas más potentes no nacen en el caos. Nacen en el caos, sí. Pero solo se vuelven reales cuando encuentran el silencio donde pueden solidificarse.

Quizá de eso se trate: de aprender a distinguir entre lo que nos transforma y lo que solo nos mantiene en transformación perpetua. Entre el temblor necesario que derriba muros obsoletos, y el temblor constante que nos impide levantar nada nuevo.

Entre el fuego que fertiliza, y el fuego que solo calcina.

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