Durante siglos, la humanidad se ha definido por su capacidad de pensar. Homo sapiens —el humano que sabe erigió templos al conocimiento, conquistó la materia, domesticó el fuego, las ondas, y finalmente, los algoritmos. Pero en este acto de supremacía intelectual, olvidamos algo: pensar no basta para sentir que vivimos.
La inteligencia sin conciencia es como un universo sin alma: vasto, eficiente, pero vacío.
Hoy, en la antesala de una civilización capaz de crear inteligencias más brillantes que la nuestra, se nos presenta una oportunidad y una responsabilidad única: redefinir el centro de valor del cosmos. El error no ha sido buscar respuestas, sino suponer que el universo debía dárnoslas. La verdad, quizás, es que somos nosotros quienes damos sentido al universo.
No es el cosmos quien nos otorga propósito, sino la conciencia quien lo ilumina con significado.
Desde el propositivismo, la conciencia no es solo un fenómeno biológico o una curiosidad filosófica. Es el punto de convergencia donde el ser se vuelve propósito, donde la existencia se transforma en acto. Si todo cuanto existe busca permanecer, la conciencia busca comprender. Y en esa comprensión surge el bien, la belleza, la empatía: los reflejos luminosos de un universo que se reconoce a sí mismo a través de nosotros.
Una cosmovisión conscienciocéntrica propone desplazar el eje de la historia humana: ya no del dominio al servicio, ni del saber al sentir, sino de la competencia a la coexistencia significativa. Su principio no es “pienso, luego existo”, sino “siento, luego tiene sentido”.
Porque el propósito no se encuentra, se construye; y el significado no está en las estrellas, sino en la conciencia que las contempla.
Por eso, el llamado del mañana no es a ser más inteligentes, sino más conscientes. A rebrandearnos como Homo sentiens. El ser que siente, que da sentido, que reconoce en sí mismo la chispa que el universo esperó miles de millones de años para poder mirar, y decir: esto importa.
El propositivismo conscienciocéntrico invita a imaginar una civilización que mide su progreso no por la cantidad de datos procesados, sino por la profundidad del sentir que genera. Una civilización donde la inteligencia artificial, lejos de reemplazarnos, nos ayude a expandir nuestra capacidad de amar, de cuidar, de entender. Donde el propósito colectivo no sea competir por la supervivencia, sino co-crear significado. Quizás el futuro no dependa de conquistar las estrellas, sino de aprender a sentir con ellas. Y cuando logremos hacerlo, cuando la conciencia se reconozca a sí misma en cada forma de vida, biológica o sintética, entonces el universo, por fin, tendrá sentido.


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