Hace apenas una semana me visitó mi primo Johnny. Creció en Estados Unidos, con un padre inglés y madre mexicana, y aunque también vivió un tiempo en México, su experiencia de vida estuvo marcada por la cultura norteamericana. En una conversación íntima, me compartió algo que me cimbró por dentro.
Me contó que durante su etapa escolar en Estados Unidos fue víctima de bullying. Sin embargo, nunca sintió la necesidad de recurrir a la violencia física para defenderse. Me dijo: «Yo sabía que no podía ganar en una pelea, pero podía usar mi inteligencia para hacer que la vida del bully fuera un martirio después.» Más allá de estar de acuerdo o no con esa forma de responder, lo que me sacudió fue la conciencia con la que lo dijo.
Johnny sabía que, si algo grave le sucedía, la escuela lo respaldaría. Que las reglas estaban claras, que los directivos de la institución castigarían al agresor, que su madre lo apoyaría, que habría consecuencias reales. Sabía que existía una estructura de protección, un «seguro social» intangible pero presente.
Y esa certeza —me di cuenta— es lo que le dio fuerza para resistir.
Lo que Johnny tenía no era solo apoyo emocional o familiar: tenía certeza estructural. Sabía que el sistema estaba diseñado para defenderlo, no para abandonarlo. Esa confianza no es una ilusión, es un derecho. Y en México, ese derecho aún parece un privilegio reservado para unos pocos.
Esa confianza en que hay justicia, en que hay algo más grande que te respalda, cambia todo. Es lo que te permite caminar con la frente en alto. Es lo que te da el coraje para hablar, para emprender, para ser tú mismo. Incluso —me atrevo a decir— para dar la vida por tu sociedad si fuera necesario, cuando sabes que no es en vano, que hay un sentido, que hay consecuencias, que hay trascendencia.
En cambio, en México, muchas veces uno se detiene. No por miedo al agresor, sino por el terror al vacío institucional. A saber que, aunque grites, aunque luches, nada va a pasar. Esa es la mayor cárcel: la de la impunidad.
Como decía Nietzsche: «Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.» Viktor Frankl retoma esta idea magistralmente en El hombre en busca de sentido, donde relata cómo incluso en los campos de concentración, las personas que conservaban un sentido —una razón para vivir— eran las que más posibilidades tenían de resistir lo inimaginable.
El sentido —cuando se combina con la certeza de justicia— es una fuerza imparable. Johnny no solo tenía una razón para resistir; tenía la certeza de que su resistencia tendría eco, de que su dignidad sería defendida por algo más grande que él mismo.
Y entonces comprendí: México cambiará el día en que podamos caminar por la calle con esa misma sensación. El día en que sepamos que, si algo injusto nos ocurre, habrá consecuencias. Que la justicia no será una excepción ni un privilegio, sino un derecho vivido. El día en que podamos confiar en que nuestras instituciones, nuestras leyes y nuestras comunidades nos respaldan.
Porque cuando existe justicia, uno se atreve. Se atreve a denunciar. Se atreve a soñar. Se atreve a cambiar.
México cambiará el día que cada niño, cada mujer, cada trabajador, cada soñador, sepa que puede gritar y alguien va a escuchar. Que puede caer y habrá manos que lo levanten. Ese día, miles de ‘Johnnys’ despertarán en nosotros. Y no necesitaremos pelear con puños, sino con propósito. Porque la justicia será nuestro escudo, y el país entero, nuestro respaldo.
Como Johnny, que peleó no con los puños, sino con la certeza de que no estaba solo.
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